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Contra el culto a la juventud: Sobre “Adolescencia” de Philip Barantini

Hay pocas cosas más sobrevaloradas que la juventud. Esa idea suele incomodar a quienes la han convertido en industria, en eslogan, en identidad. Vivimos en una época en la que la adolescencia no se atraviesa: se capitaliza. La juventud se vende como si fuera una experiencia espiritual homogénea, cuando en realidad es, para la mayoría, un campo de batalla: emocional, sexual, existencial. Por eso Adolescencia, la serie de Philip Barantini, merece ser vista no como una ficción televisiva, sino como un acto de contracultura.

Barantini no quiere que te identifiques con sus personajes. No está interesado en la empatía, ese invento moderno que sirve más para dormir conciencias que para sacudirlas. Él quiere que mires. Que aguantes. Que no apartes la mirada cuando el plano se alarga demasiado, cuando la cámara se encierra con un adolescente durante una crisis de pánico que no termina en redención, sino en un corte seco. Y ahí está el truco: Barantini no humaniza la adolescencia. La desmitifica. La devuelve a su lugar: no como la edad dorada de los comerciales de champú, sino como el territorio donde se libra la primera gran guerra contra uno mismo.

La puesta en escena es un manifiesto de intenciones. El uso del plano secuencia (real o simulado) no busca la floritura técnica: es una trampa ética para el espectador. No puedes cortar, no puedes cambiar de canal, no puedes huir. Eres testigo. Culpable, incluso, por omisión. La cámara se convierte en conciencia colectiva, y el espectador, si tiene un mínimo de honestidad intelectual, acaba reconociendo que esa violencia que ve —la emocional, la sorda, la estructural— no es ajena. Es nuestra. Es la que dejamos crecer cuando dimos por hecho que los jóvenes se crían solos, que basta con tener un móvil y un perfil en redes para llamarse “acompañado”.

La serie se atreve con algo más que la narrativa: se atreve con el silencio. El silencio en Adolescencia no es una pausa dramática. Es un personaje. Un espectro. Un síntoma. En esos segundos en los que nadie habla —cuando una chica se encierra en el baño, cuando un chico se queda mirando un aula vacía, cuando un grupo ríe mientras otro sangra—, ahí, precisamente ahí, es donde Barantini nos está gritando. Y lo hace sin levantar la voz. Lo hace como lo hacen los grandes: con inteligencia, con respeto por la complejidad del dolor humano.

La música aparece como debe: tarde y en pedazos. Como ocurre con todo lo importante. Nada está subrayado. No hay acordes que te digan cuándo llorar. Y eso es una bendición. Vivimos en una era en la que se sobreexplica todo, como si el espectador fuera un idiota. Barantini, en cambio, confía en la inteligencia del público. Y por eso exige atención. Exige algo que hemos perdido entre tanto algoritmo: concentración.

Pero si la forma es brillante, el fondo no se queda atrás. La serie, como toda gran obra, tiene un componente ideológico. No en el sentido banal de la propaganda, sino en el sentido clásico de la palabra: logos, pensamiento. Adolescencia es una acusación. Contra la educación institucional, que mecaniza cuerpos e ignora mentes. Contra los padres, que tercerizan la crianza a través de pantallas. Contra los sistemas que patologizan la tristeza, pero no se atreven a nombrar la soledad.

Y lo más inquietante de todo: es una acusación contra nosotros, los espectadores. Porque todos fuimos adolescentes, y sin embargo hemos olvidado el hambre, la furia, la ternura. O peor: hemos hecho las paces con ellas a base de cinismo. La serie nos arranca ese barniz y nos recuerda —con brutalidad— que ninguna adultez está completa sin reconocer de dónde cojea.

La dirección de actores es un milagro silencioso. No hay histrionismo, no hay melodrama. Solo chicos y chicas que se equivocan, que mienten, que se hacen daño y que, a veces, aman con torpeza. Como en la vida. Que el elenco esté formado por rostros poco conocidos no es casualidad: Barantini no quiere estrellas, quiere espejos. Quiere que veas en ellos lo que no quieres ver en tus propios hijos, alumnos, sobrinos, en ti mismo hace veinte años.

Habrá quien diga que es una serie dura. Que no “debería ser así”. Que “no todos los adolescentes viven eso”. Por supuesto que no. Pero los que sí lo viven rara vez tienen una voz. Y en ese sentido, Adolescencia no es solo una serie. Es una intervención necesaria en un discurso que nos quiere eternamente felices, productivos y anestesiados.

Este no es el tipo de ficción que gana premios por “mejor mensaje positivo”. Es el tipo de obra que incomoda a los jurados. Que incomoda a los padres. Que incomoda a quienes ven Netflix como un bálsamo, no como una sacudida.

Y sin embargo, es imprescindible.

En tiempos donde todo parece diseñado para consolarnos —desde las series hasta las democracias fallidas—, Adolescencia se atreve a hacer lo único que aún puede ser revolucionario: decir la verdad, aunque duela.


Mapi Romero es guionista, escritora y autora de los thrillers Infiel y Obsesión. También ha publicado libros infantiles como Mariola y el mundo y dos destacados poemarios. Su última obra, Cartas al tiempo, es un poemario que invita a descubrir la belleza en lo efímero, en esos momentos que suelen pasar desapercibidos, pero dejan una huella imborrable en el corazón. Disponibles en Amazon. Mapi colabora en libros solidarios como 30 mujeres fascinantes y en cuentos infantiles destinados a recaudar fondos para los más pequeños.
Actualmente, trabaja en el sector audiovisual, donde los sueños se transforman en historias.

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