“Los Óscar y la gran burla: La juventud vende, la verdad incomoda”

Fui al cine con unas amigas a ver La sustancia, dirigida por Coralie Fargeat y protagonizada por Demi Moore, después de leer las críticas que la proclamaban como una obra maestra de nuestra era. Palabras como “perturbadora”, “brillante” y “necesaria” flotaban en los titulares, prometiendo algo más que entretenimiento: una verdad incómoda. No pudimos resistirnos. Entramos al cine con ganas de ver arte y salimos con el espejo roto.
No hay otra forma de decirlo: La sustancia es un puñetazo en el estómago a la industria que glorifica la juventud y demoniza el paso del tiempo. Y lo hace con un desdén que no pide disculpas, como si Fargeat hubiera dicho: “¿Queréis enfrentaros a la realidad? Pues tomad una dosis concentrada”.
La historia sigue a Elisabeth Sparkle, interpretada con dolorosa intensidad por Demi Moore, una actriz que, al cumplir 50 años, descubre que su talento ya no importa en una industria obsesionada con la juventud. El nombre “Sparkle” no es casual: una metáfora de la superficialidad que exige a las mujeres brillar eternamente hasta que se apaga su luz. Humillada y relegada, Elisabeth recurre a una droga experimental que promete devolverle su juventud. Pero el precio no es solo su cuerpo, sino también su mente y, finalmente, su alma.
Desde el primer momento, la película te arrastra a un mundo que debería ser surrealista, pero que, para nuestra desgracia, resulta terriblemente familiar. Fargeat no tiene intención de edulcorar nada. La juventud, esa “virtud” que no puedes conservar sin una buena genética o toneladas de dinero, se convierte aquí en un monstruo insaciable que devora a Elisabeth. La sustancia no es una cura; es un pacto fáustico con la sociedad, donde cada arruga borrada viene acompañada de un trozo menos de alma.
Y ahí está el verdadero genio de Fargeat: no necesita sermonearte. Cada plano, cada diálogo y cada silencio exponen nuestras propias hipocresías. Nos recuerda cómo aplaudimos a actrices de más de 40 años por “mantenerse jóvenes” mientras las despedimos en silencio si no lo consiguen. Aplaudimos la madurez masculina como “atractiva” pero enviamos a las mujeres a cirugía, cremas y experimentos para que se ganen el derecho de aparecer en nuestras pantallas.
Demi Moore está soberbia. No solo porque, literalmente, arrasa en cada escena, sino porque entiende, a la perfección, lo que significa estar bajo el microscopio de la sociedad. Moore, que ha vivido en primera persona la crueldad mediática hacia las mujeres de Hollywood, se entrega a un papel que no solo desnuda a su personaje, sino a todos los que la miran.
El momento más inquietante de la película —y no temo arruinar nada, porque lo verás venir como un tren a toda velocidad— llega cuando Elisabeth, tras aplicarse La Sustancia, se queda mirando al espejo. Su rostro no es exactamente el de sus días de gloria. No es ella. Es una versión fabricada, una ilusión de perfección. Pero lo más perturbador no es lo que ve, sino cómo lo mira. Es en ese instante cuando comprendes que La sustancia no es una película sobre envejecer, sino sobre cómo hemos convertido al espejo en una ventana a la sociedad, ese reflejo que ya no es nuestro, sino la mirada de los demás invadiendo nuestra intimidad. Es el espejo mágico de Blancanieves y la bruja: un juez implacable al que le hemos otorgado el poder de definirnos, de decirnos quiénes somos, cuánto valemos y cuándo dejamos de ser suficientes. Ese poder, ese control absoluto sobre nuestra identidad, se lo hemos entregado sin cuestionarlo.
Fargeat no se detiene ahí. Mientras Elisabeth lucha con sus transformaciones, vemos a las generaciones más jóvenes acechar como depredadores. Las influencers de labios hinchados y piel de porcelana sonríen como si estuvieran esperando su turno para devorar los restos de las mujeres que una vez admiraron. Es un retrato brutal del ciclo perpetuo de consumo de la juventud: adoras lo joven, consumes lo joven, descartas lo viejo. Repetir.
Pero lo que eleva a La sustancia por encima de una simple crítica es su mordacidad. Fargeat no tiene tiempo para la sutileza. Hay momentos de humor oscuro que casi te hacen reír de lo absurdos que somos como sociedad. Promesas vacías de “parecer diez años más joven” se desploman sobre sí mismas como un castillo de naipes en llamas.
Cuando salimos del cine, una de mis amigas lo resumió con precisión de bisturí: “El espejo no muestra quiénes somos, sino lo que la sociedad exige que seamos”. Esa frase se quedó flotando en el aire como un juicio final. La sustancia no es una película; es una agresión necesaria. Te arranca el maquillaje con violencia, te despoja de las excusas, de las mentiras cómodas y de la ilusión de que puedes escapar del juicio social. Te obliga a mirar de frente esa verdad que evitamos: hemos entregado nuestra identidad al espejo, y nos hemos quedado vacías.
¿El mensaje? Nos arrancamos la piel con tal de encajar en un reflejo que nunca será nuestro. Le dimos a la sociedad el poder de devorarnos, de convertirnos en sombras de lo que fuimos, y aplaudimos mientras lo hace. No es el espejo el que nos destruye; somos nosotras las que sostenemos la venda que nos tapa los ojos.
LOS ÓSCAR Y LA GRAN BURLA
Si el cine es el espejo de la sociedad, los Óscar son su circo más brillante. La sustancia parecía encaminada a hacer historia, y la actuación de Demi Moore era, indiscutiblemente, un hito. Y sin embargo, en la gran noche de Hollywood, el premio fue para una joven promesa con un rostro fresco, perfecto para los pósteres de las nuevas franquicias. Ironías de la vida.
La Academia, con su supuesta sensibilidad y apertura, nos ha vuelto a contar la misma historia de siempre: la juventud vende, la experiencia incomoda. Nos invitan a celebrar el cine como un arte, pero premian el marketing. Demi Moore, que entregó una actuación devastadora, quedó fuera del podio. Su crimen: haber mostrado la verdad sin filtros.
Pauline Kael dijo una vez que “Hollywood es el único lugar donde te premian por aparentar ser real en lugar de serlo”. No podría ser más cierto. La industria sigue adorando el sacrificio de la juventud en el altar de la taquilla, y La sustancia es el espejo que no quieren mirar. Demi Moore no necesitaba un Óscar para demostrar su grandeza, pero la Academia sí necesitaba dárselo para demostrar que aún le quedaba un ápice de integridad. En su lugar, optaron por lo predecible: premiar la frescura sobre la sustancia. Nunca mejor dicho.
Hollywood ha fallado, otra vez.

Mapi Romero es guionista, escritora y autora de los thrillers Infiel y Obsesión. También ha publicado libros infantiles como Mariola y el mundo y dos destacados poemarios. Su última obra, Cartas al tiempo, es un poemario que invita a descubrir la belleza en lo efímero, en esos momentos que suelen pasar desapercibidos, pero dejan una huella imborrable en el corazón. Disponibles en Amazon. Mapi colabora en libros solidarios como 30 mujeres fascinantes y en cuentos infantiles destinados a recaudar fondos para los más pequeños.
Actualmente, trabaja en el sector audiovisual, donde los sueños se transforman en historias.